perfil

Fernanda Melchor y la tragedia del machismo

Con historias inspiradas en el crimen, la novelista arroja luz a los rincones oscuros de la masculinidad.

Photo: Billy & Hells
Photo: Billy & Hells
Photo: Billy & Hells

Read this story in English.

La escena comienza con un hombre joven llamado Milton, en una zona popular en la costa de Veracruz, México, donde merodea una pandilla que provoca tanto miedo que la gente no se atreve a pronunciar su nombre. Una noche, integrantes del grupo secuestran a Milton en la calle donde vive y lo interrogan con descargas eléctricas hasta que se orina encima. Luego le dan ropa limpia al chavo aterrorizado y lo fuerzan a su primera misión como asesino profesional.

Pero primero necesitan un vehículo, entonces uno de los sicarios detiene un taxi, le pone una pistola en la cara al chofer y lo mete en la cajuela. Cuatro tipos salen de la nada, se suben al coche y empiezan a manejar por las calles, riéndose mientras chocan contra repartidores. Cada vez que un repartidor se cae, uno de los tipos se baja del coche, se roba la moto y se va, hasta que solo quedan en el taxi Milton y su jefe, El Sapo. Se meten a una brecha abandonada a las afueras de la ciudad, sacan al taxista amarrado y lo tiran al suelo. “Quítale el seguro”, le ordena El Sapo, apuntalándole con una pistola a Milton mientras le pasa otra pistola que tiene guardada en el cinturón. El taxista tiene la cara pegada al suelo y está rezando: “Dios te salve, reina y madre de misericordia”, Milton completa la oración en su cabeza: «Vida, dulzura y esperanza nuestra» y dispara cuatro veces.

Esta es una de las secuencias más impactantes de Paradais, la novela más reciente de Fernanda Melchor, y hasta cierto punto es verídica. Melchor, quien creció en Veracruz, dice que la escuchó de un amigo, quien a su vez la escuchó de un taxista, algo típico para este amigo, a quien la autora se refiere como “psicólogo de taxistas”, “ya sabes, esa gente que se sube a un taxi, le pregunta algo al taxista y el taxista se suelta a hablar”. La diferencia principal entre la realidad y la versión que aparece en la novela es que en el libro el taxista no sobrevive para contarla. “Soy coleccionista de historias”, me dice Melchor. “Gran parte de mi chamba es ir a Veracruz y escuchar lo que la gente anda diciendo. De ahí salen un millón de historias que valen la pena ser escritas”.

Mientras hablamos, Melchor vive en Berlín con una beca, pero normalmente tiene su base en la ciudad de Puebla, México. Durante los últimos años, ha batallado para llegar a la cima de la escena literaria nacional con historias de crímenes reales que son horrorosas, pero a la vez compasivas. Mientras otras novelas sobre el periodo pos-guerra del narco en México (American Dirt, por ejemplo) están pobladas de asesinos despiadados y pobres inocentes a los que aterrorizan, los libros de Melchor retratan personajes que no solamente son víctimas y villanos. Ella evita el sensacionalismo, incluso cuando describe la violencia con detalles exhaustivos, mostrando, al contrario, qué tan banales se han vuelto estos eventos, lo que los hace aún más espantosos.

La novela que la dio a conocer internacionalmente, Temporada de Huracanes (2017), inicia con un grupo de niños que descubren el cuerpo de una bruja “picoteado por los zopilotes” flotando en un canal de riego, luego retorna al pasado para destapar el drama pueblerino que desencadenó esto. Este 10 de mayo, Melchor publica la versión en inglés de Paradais, que toma lugar mayormente dentro de un escenario que ella conoce bien: un fraccionamiento de lujo separado de su entorno por alambre y guardias. La escritora, quien creció en una familia de clase media, reconstruyó la historia a partir de sus memorias de cumpleaños y reuniones con compañeros adinerados de su escuela privada—“gente cuyos padres eran dueños de hoteles, por ejemplo”. Pero una comunidad enclaustrada de este tipo no es particularmente mexicana, es bastante común en cualquier lugar que tenga una brecha de riqueza tan exagerada.

Melchor tiene un don de ventrílocuo que se refleja en su diálogo, que hace que sus personajes aparezcan en tres dimensiones (esto se nota en el inglés también, gracias a su traductora Sophie Hughes). Escribe en tercera persona de manera íntima, con oraciones que terminan siendo párrafos y párrafos que terminan siendo capítulos, con una voz que cambia sutilmente cada vez que va cambiando el personaje en el que se enfoca. Debido a eso, parece que estuvieras a la vez dentro y fuera de la cabeza del personaje, sintiendo en alta definición el patetismo que impulsa cada una de sus (usualmente malas) decisiones y la reacción en cadena que se desata como resultado.

Francisco Goldman, colaborador frecuente de la revista New Yorker y autor de varios libros de ficción y no ficción, conoció por primera vez a Melchor en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Se le hizo impresionante su decisión de vivir en Puebla—”una distancia loable del mundo literario”—y su carácter magnético. “La lees y sientes como si estuvieras dentro de una tormenta eléctrica”, dice Goldman. “¿Sabes que hay gente a la que dicen que le sobra talento? Ella escribe, escribe, escribe y le sigue sobrando. Ella es implacable”.

Todo empezó con una convocatoria. En el 2003, el periódico mexicano La Jornada anunció un concurso de ensayo para periodistas jóvenes sobre el tema del linchamiento, con la promesa de publicar los trabajos ganadores en el periódico. Melchor tenía 19 años en ese entonces e iba en su segundo año de la carrera de periodismo en la Universidad Veracruzana. Estaba frustrada porque los profesores nunca mandaban a los alumnos a hacer trabajo de campo. “En México, el periodismo es algo que aprendes solo haciéndolo”, dice, “entonces yo quería hacer cosas”.

En ese momento, se imaginaba como escritora de crónica, el género latinoamericano de no ficción que se aprovecha de la narración interpretativa de la literatura, el teatro y el memoir. Siempre le ha encantado el chisme, no solamente como manera de entretenerse pero para estar enterada de lo que está sucediendo en su entorno. Mientras Melchor contemplaba qué mandar a la convocatoria, se acordó de un incidente que sucedió en un pueblo remoto cerca de la frontera entre Veracruz y Oaxaca: los residentes de Tatahuicapan (236 habitantes) habían acusado a un hombre de haber intentado violar, y luego asesinar, a su vecina en plena luz de día. En vez de recurrir a las autoridades legales, los amigos y parientes de la mujer amarraron al hombre a un árbol, lo torturaron hasta que confesó, lo bañaron con gasolina y le prendieron fuego. Los habitantes ni siquiera vieron este hecho como un linchamiento: habían formado un comité para determinar la sentencia y recabado casi 200 firmas de los vecinos a favor del castigo. Hasta filmaron el proceso con una videocámara VHS y el video terminó transmitiéndose en el programa de noticias mañanero de la red nacional TV Azteca.

Este relato le pareció a Melchor, “terrorífico y a la vez fascinante, y muy hermoso”. Por un lado, se supone que solo el estado debe enjuiciar a la gente. Pero en México, donde no hay consecuencias para la gran mayoría de hombres que cometen feminicidios, este suceso se sintió como una victoria contra la impunidad. Melchor quería producir un reportaje del evento al estilo de Truman Capote, pero nunca había hecho ningún reportaje, entonces llamó a un compañero más grande de la escuela, quien ofreció acompañarla para mostrarle el método. “Por supuesto que el tipo lo que quería era acostarse conmigo, ¿no?”, dice. “Pero hicimos muy buen trabajo”. Su artículo ganó el segundo lugar en el concurso.

Una versión editada de esta pieza aparece en la colección de crónicas de Melchor, Aquí no es Miami (2011), su único libro de pura no ficción. En el prólogo, ella enfatiza que no considera el libro como un trabajo periodístico, a pesar de que adquirió los datos por medio de una investigación rigurosa. “En México seguimos tan casados con esta fantasía de la vieja escuela de que el periodista puede ser totalmente objetivo”, me explica, “como si pudieras ser un ojo ahí flotando, que no tiene cuerpo, ni pasado, ni ideología. A mí se me hace ridículo. Más bien lo que tienes que hacer es usar esa subjetividad y aprovecharla”. Durante años, vagaba en las cantinas y agujeros del puerto de Veracruz, donde los que trabajaban en los muelles la agasajaban con leyendas locales. Hasta mantenía un archivo de historias que podrían servirle de inspiración, que antes era una carpeta con recortes de periódicos y ahora vive en un folder de su computadora. Siempre había experimentado con ficción, aún antes de hacerse reportera, y de pronto decidió regresar a ella. En el 2013, publicó su primera novela, Falsa Liebre.

Su siguiente libro, Temporada de huracanes, se inspiró en una historia de la nota roja, como le dicen al desvergonzado periodismo de crimen en México. La historia era sobre un hombre que mató a alguien creyendo que le había lanzado un hechizo a su esposa. “Esa declaración para mí fue—¡fum! Aquí hay una historia detrás de esto”, dice. “No es el hecho de que hayan encontrado un cuerpo putrefacto con el cuello cortado, eso es lo de menos. Es el triángulo amoroso detrás”. La novela toma lugar dentro de los límites de un caluroso pueblucho en Veracruz, cuya atmósfera está cargada de misoginia y homofobia, y está narrada en la escandalosamente vulgar, rítmicamente barroca jerga de los jarochos, como le dicen a los oriundos del puerto. Las frases de Melchor están atascadas de regionalismos, como por ejemplo cuando en una escena un prisionero dice a otro: “Órale, pinche mayate, o te caes con los cacles o te lleva la verga.” Hughes sabía que una traduccíon literal de una jerga tan local no funcionaría, entonces le puso: “Cocksucker, give me your fucking shoes or I’ll fuck your ass so hard you won’t know what day it is”.

El libro retrocede en el tiempo desde el asesinato en el que culmina, mostrando cómo esta miasma tóxica distorsiona la mente de la gente que la respira. Aprendemos que la bruja a la que mataron era una curandera trans, que vivía sola en una casa que, según los rumores, ocultaba un tesoro invaluable. Los personajes del libro tienen que enfrentar no solamente una privación demoledora, también reproches constantes por no portarse como se supone que un verdadero hombre, o una verdadera mujer, debería. Para escribirlo, Melchor tenía que reproducir el lenguaje machista del que ha estado rodeada toda su vida. “Cuando la iban a traducir al inglés me dio mucho miedo”, me cuenta, “porque pensé wow, en esta cultura de la corrección política en que ahora vivimos, y de la cancelación, qué miedo que alguien lea este libro pensando que yo soy misógina, racista, clasista”.

“Creo firmemente que este libro no tiene nada de pornomiseria”, Hughes dice de Temporada de huracanes. “Aquí tenemos a una autora que está intentando identificar el núcleo de dónde empieza el odio en un lugar como este. Ella es la que está haciendo el esfuerzo para mostrar cómo esta semilla crece dentro de las vidas de estas personas. Por lo que yo veo, es una acto de generosidad.” Escribir de esta manera te pasa factura, y después de terminar esa novela, Melchor tuvo que entrar a terapia. “Fue como pegarle un palazo a un avispero, a un panal de abejas”, explica. “Detonó una serie de emociones y de conflictos que yo tenía adentro y que no estaba lista para admitir ni sentir”.

Habiéndose establecido con un libro que vincula la violencia y la pobreza, Melchor quería escribir de un mal que abarcara el abanico social. Así llegó a Paradais, una novela de guerra entre clases protagonizada por dos chicos adolescentes a los que Melchor se refiere, un poco en broma, como los “Beavis y Butthead tropicales”: Franco, un sociópata adicto al porno que vive en el fraccionamiento de lujo, y Polo, un bueno para nada que abandonó la secundaria y que trabaja ahí. No tienen nada en común excepto que Polo tiene la edad suficiente para comprar chupe y Franco tiene lana para pagarlo. En las noches se ponen hasta las chanclas en una mansión abandonada, inspirada por la casa a la que, de adolescentes, Melchor y sus amigos le decían la “Casa del Diablo”, donde iban a comer hongos y bailar tecno hasta el amanecer. En el libro, los chicos creen que está embrujada por el espíritu de la Condesa Sangrienta, una aristócrata colonial a la que mataron como venganza por haber secuestrado, torturado y esclavizado a varios hombres.

Paradais es, en parte, un homenaje a uno de los libros más leídos de México: Batallas en el desierto (1981), de José Emilio Pacheco, que se trata de un adolescente que se enamora de la madre de su mejor amigo. Pero mientras Pacheco solo implica la presencia del deseo carnal, Melchor lo toma como motor del libro. Franco, que se la pasa encerrado en su cuarto “tirándose de pedos y mirando pornografía en su nueva computadora portátil”, se obsesiona con su vecina, la Señora Marián, a tal grado que su actriz porno favorita se le hace una “bruja demacrada, espantosa y repelente” en comparación. Mientras tanto, Polo tiene que dormir en un petate que “apesta a chivo” en una casa que comparte con su madre y su prima mayor, y él solo quiere largarse de ahí. Los dos inventan un plan descabellado para hacer sus sueños realidad.

En Paradais, la Señora Marián y la Condesa Sangrienta representan lo que Melchor ve como los dos lados del patriarcado: el deseo y el miedo. “Es un miedo primitivo, atávico tal vez, hacia la capacidad reproductiva de la mujer”, dice. “Es un poco como ese chiste malo de ¿cómo puedes confiar en un ser que sangra cinco días y no muere?” El libro imagina una situación en la que se dejan crecer esas fuerzas hasta que se revientan. Melchor se preocupó de que se fuera a volver pornográfico; descartó dos versiones del final antes de atinarle y se tuvo que emborrachar para escribirlo. Ya está pensando en qué tipo de historia quiere contar para la próxima. “Quiero escribir una gran tragedia que no necesariamente se resuelva como una tragedia”, explica, “si no que pueda tener un destino más amable, más esperanzador”.

Traducción adicional por Jimena Lascurain.
Maquillaje y peinado por Felix Stößer para Basics Berlin.

Fernanda Melchor y la tragedia del machismo